Colombia es un país que, a fuerza de guerras, se ha especializado en producir cifras y datos de violencia. Es probablemente uno de los lugares del mundo con más observatorios, bases de datos (la Comisión de la Verdad sintetizó más de cien) y atlas que dan cuenta de los caminos que recorrió la guerra. Enciclopedias enteras hablan de corredores y estrategias, de masacres y campos minados, de bombardeos y de éxodos, de confinamiento y niños llevados a la guerra. En ese maremágnum de información la Amazonía aparecía, hasta hace unos años, como marginal. Pero no hay tal.
La Comisión de la Verdad pudo palpar el daño de más de un siglo de codicia y desprecio, de olvido y de silencio. Patricia Tobón Yagarí, comisionada del pueblo Emberá, y Alfredo Molano (q. e. p. d.), el hombre que narró las vidas de la colonización del sur del país, cada uno a su modo, pusieron en el radar de la Comisión ese territorio contradictorio que es la Amazonía. Allí donde la yuca brava y la coca se hermanan, los indígenas y colonos comparten en permanente tensión un pasado de despojo y un presente de resistencia. No era la región más afectada por la guerra si nos ateníamos a los números. Pero el daño que sufrió, que sufre, la selva y su gente es inconmensurable.
No sobra decirlo: la Amazonía es una inabarcable selva de 7 millones de kilómetros cuadrados, 12.000 especies de árboles, 1.158 especies de aves, 185 de peces, 223 mamíferos, 193 anfibios y 232 reptiles. Esta manigua está bañada por extensos y raudos ríos voladores a lo largo de los departamentos de Guainía, Guaviare, Vaupés, Caquetá, Putumayo y Amazonas. Agua, selva y pueblos indígenas que habitan desde hace diez mil años este territorio. En la región hay casi un millón de habitantes, de los cuales 170.000 son indígenas de 64 pueblos que conservan 53 lenguas originarias. Existen 231 resguardos que ocupan el 54 % del territorio amazónico.
Se trata de pueblos muy diversos. En el trapecio amazónico, surcado por los ríos Putumayo y Amazonas está la gente de la yuca dulce; entre los ríos Caquetá y Putumayo está la gente del ambil y el mambe; en el piedemonte amazónico se encuentra la gente del yagé; y en los ríos Mirití y Apaporis se encuentra la gente del Yuruparí. Cada gente con su propia historia. Esta diversidad natural y humana ha resistido a, por lo menos, cinco invasiones, entrelazadas casi todas por la extracción codiciosa de sus riquezas y el colonialismo perenne.
La invasión de los caucheros significó para los ancestros la primera ruptura del equilibrio de estos pueblos con la naturaleza. Ahí está La vorágine, el libro de José Eustasio Rivera que denuncia el abandono, la entrega del territorio a los voraces empresarios, el desgano para demarcar límites y proteger a los habitantes de un genocidio. Y es por esa palabra compleja y polémica por donde comienza la verdad: hace un siglo Colombia vivió su primer genocidio ante la apatía de sus élites gobernantes.
Vino a ser la guerra declarada por Perú la que movilizó en algo a esos Gobiernos de los años treinta del siglo pasado, tan europeístas, a poner al menos bases militares en la región para disuadir sus pretensiones de quedarse con el Amazonas. Pero hay que reconocerlo: tenemos un Estado y unas fuerzas militares que no saben ni siquiera hoy cómo relacionarse con su propio territorio. En las décadas de la peor de las vorágines, la de la guerra, el Ejército oficial, al igual que los ejércitos ilegales, actuó como un ejército de ocupación.
Al caucho lo reemplazó la exploración petrolera que desde los años cuarenta, hasta ahora, atrajo a las multinacionales. Los Gobiernos han entregado concesiones bajo la noción de que este era un territorio vacío o tierra de nadie. Un lugar inútil, con gentes inútiles, si no le sirven al capitalismo. Eso es exactamente de lo que hablamos cuando se habla de extractivismo: de un sistemático despojo material y cultural tolerado y promovido desde el poder.
De espaldas a su selva, los Gobiernos del siglo pasado delegaron en la Iglesia católica la función de educar y «civilizar» a los pueblos. Una evangelización cargada de buenas intenciones, al tiempo que de indiferencia por las formas de vida y pensamiento de los pueblos indígenas. Tobías, un miembro del pueblo Bora, de La Chorrera, evocó para la Comisión de la Verdad esa afrenta: «La historia de mi abuelo y de mi papá fue una historia de llantos. Ellos contaban que entraron los curas capuchinos a las malas […] eso era con juete. Si los escuchaban hablar el idioma de ellos, les decían que eran diablos, que eran nómadas, que en la religión eso no se podía. Mi papá todavía tiene esas marcas de juetes que le daban con cuero de vaca».
La memoria colectiva habla de padres separados de sus hijos, de prohibiciones y miedo infundado a demonios que no eran suyos. Ese influjo «civilizatorio» también estaba en las iglesias protestantes, como la de Sofía Müller, de la congregación Hacia las Nuevas Tribus que, desde 1944, hizo presencia en Vaupés, Guainía y Guaviare. Las comunidades religiosas fueron ambivalentes: protegieron a los pueblos de agresiones externas, pero destruyeron parte de su cultura. Esa es una conversación pendiente para el relato de nación. No en vano, el presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco de Roux, instó a las iglesias a reconocer sus errores durante el conflicto armado en Colombia. Hasta ahora, solo silencio.
Pero la mayor de las vorágines estaba por llegar. Los sucesivos fracasos de la reforma agraria llevaron a que los gobiernos del centro del país, incapaces de afectar el latifundio improductivo, empujaran a miles de campesinos hacia la selva, a romper la frontera agraria y apoderarse de las tierras que consideraban baldíos.
La Amazonía era vista como tierra de nadie. Los indígenas, como nada. Prueba de ello fueron las «guahibiadas» o jornadas para «cazar indios» y violar a sus mujeres de la comunidad Jiw, que se produjeron en Casanare y Guaviare. Las corrientes migrantes desatadas por las economías del petróleo, la ganadería, la madera y la tierra, negada una y otra vez en reformas agrarias fallidas, convirtieron a la Amazonía en un destino adusto, cargado de conflictos interculturales. La discriminación y el abuso fueron la regla.
La relación entre colonos e indígenas sigue siendo conflictiva a pesar de los años que han convivido en los mismos caseríos, con problemas que los aquejan a todos, pobres entre los más pobres del país. En el 2021, aún durante la pandemia del covid-19, la Comisión de la Verdad propició un acuerdo de convivencia entre campesinos colonos e indígenas nukak en el Guaviare que se tituló «Vivir juntos». Se logró luego de muchos encuentros donde con frecuencia se expresaban sorpresa unos a otros, de ver que eran personas iguales, con sentimientos semejantes, que podían aprender de sus diferencias, e incluso, admirarse de sus saberes y de sus luchas. Encuentros como este aún se necesitan a borbotones.
Tras la colonización llegó el narcotráfico; y tras este, la guerra. Coca y metralla fatalmente entrelazadas. Los mapas de calor que se hicieron en la Comisión de la Verdad muestran cómo los ejércitos fueron invadiendo día a día la Amazonía. Veinte años trágicos, de mediados de los noventa hasta el acuerdo de paz de 2016, guerrilleros, ejército y paramilitares no hicieron más que medrar en la selva. Para los primeros, esta era el espacio de reproducción de su economía y su aparato militar. Para los segundos, una especie de Vietnam: otro país. Para los terceros, el botín en disputa.
A finales de 1981 un comando del M-19 secuestró un avión para transportar más de mil fusiles y lo hizo acuatizar en el río Orteguaza, Caquetá, donde vive el pueblo Korebajú. Los indígenas fueron instados a colaborar en el descargue y la construcción de caletas y esto les significó la represión por parte del Ejército y, años después, el asesinato de varios de sus líderes por parte de las FARC-EP. Esa herida sigue abierta.
La coca llegó desde Perú en 1980. La trajeron los blancos que la enseñaron a sembrar y procesar. Así llegaron la plata, los motores, el trago, el dinero y las armas. Esta bonanza desequilibró completamente la vida de las comunidades indígenas. «Ya no había un gobierno de sana autonomía», dice el mayor Nelson Rodríguez, líder de su gente en Vaupés. La guerrilla controló la vida, puso reglas, reguló la caza y la pesca. El río que es su despensa les fue enajenado por más de tres décadas.
Múltiples testimonios de colonos reconocen que, en los primeros años, las FARC-EP llegaron a defender a los cultivadores de coca de los abusos que cometían los narcotraficantes. Como en los tiempos del caucho, los explotaban, les pagaban con licor o con vales, y en ocasiones los mataban para que no cobraran. Pocos años después, esos supuestos salvadores habían volteado sus fusiles contra los pobladores.
La disputa en este territorio no tuvo tregua y fue a muerte. Comenzó en Putumayo y Caquetá, en los feudos del cartel de Medellín, que eran administrados por Gonzalo Rodríguez Gacha, y se extendió a lo largo de una década que dejó a su paso un nuevo genocidio: el de la Unión Patriótica. Esa guerra de exterminio se repitió, pero en una escala mayor, al finalizar los años noventa y hasta bien entrado este siglo. La selva se volvió un infierno.
Putumayo fue el primer laboratorio del Plan Colombia mientras Guaviare, Guainía y Caquetá ardían con las protestas de los campesinos cocaleros. Porque eso sí, nadie en esa inmensa y perturbadora geografía olvida la lluvia de glifosato sobre sus cabezas. Ese prodigio de la naturaleza, colonizado a la brava, sin Dios ni ley, abandonado a su suerte, se rociaba cada día desde el cielo con veneno. Llegarían los paramilitares a ensañarse con el Putumayo, cometiendo las más atroces masacres y expediciones de terror a lo largo de una selva inundada de laboratorios y coca. Todos los departamentos de la Amazonía vivieron este horror. Si se habla de extractivismo, el del narcotráfico ha sido el mayor de todos.
Las guerrillas y sus némesis, los narcotraficantes, consolidaron tres corredores: el del río Putumayo, que une a ese departamento con el sur del Amazonas, bordeando la frontera ecuatoriana y peruana; el que va por los ríos Mirití-Paraná y Apaporis, del bajo Caquetá a Amazonas, para salir a Brasil, y el que conecta a Guainía y Vaupés de nuevo con Brasil. Entrado el nuevo siglo, la guerra de la Amazonía se libró por agua y aire.
La noche de brujas de 1998, las FARC-EP se tomaron a Mitú, capital de Vaupés, con la intención de quedarse allí y defender su posición. Era un salto en su lógica de la guerra que salió mal y marcó el comienzo de una etapa diferente del conflicto bélico: el de la aviación y los bombardeos que estremecieron la selva y que incluso dejaron montañas hechas polvo.
Los impactos que la toma de Mitú tuvo en las gentes de la selva son inenarrables. La destrucción física y espiritual, el miedo, el estigma al que fueron sometidos. Las batallas campales, los campos minados, el confinamiento y el hambre. El hambre porque ya nadie quería ir a las chagras, menos aún con sus hijos e hijas. El hambre que los empujó a irse a los grupos armados. El reclutamiento de menores rompió por dentro a las comunidades, sus relaciones, el saber que se pasa de generación en generación. Un desangre silencioso, invisible, mimetizado en los relatos de la exuberancia y la magia del paisaje.
Ante la comunidad de Mitú y la Comisión de la Verdad los dirigentes de la otrora guerrilla reconocieron que reclutaron a menores incluso en fiestas, cuando, embriagados, no sabían lo que hacían. Ese reclutamiento es una de las mayores heridas de la selva. La ruptura de lazo entre las generaciones. La búsqueda de los cuerpos de quienes nunca volvieron. Los muchachos que perdieron la conexión con el pensamiento ancestral.
En la lógica militar del Estado había que proteger prioritariamente los territorios integrados. Allí donde está la economía, el PIB, la plusvalía. Todos los números que construyen el capitalismo. Empujaron la guerra hacia los márgenes, hacia la selva, hacia la frontera. Esa estrategia fue demoledora para los pueblos amazónicos: indígenas y colonos.
¿Cómo no iban a querer estos pueblos de la Amazonía un proceso de paz? A excepción de Caquetá, donde la mayoría repudió el acuerdo durante el plebiscito de 2016, los otros cinco departamentos amazónicos votaron por absoluta mayoría por el fin de la guerra que cargaron sobre sus hombros como una arremetida más del colonialismo.
Esa ventana de oportunidad para que el Estado colombiano se volcara a su territorio, lo abrazara con derechos, se esfumó muy pronto. La nueva vorágine, la de la deforestación, la de la coca y la minería, reprodujo en tiempo récord la presencia de ejércitos irregulares. Han cesado los bombardeos, pero no los reclutamientos. De nuevo el control, la desarmonía. Toca un nuevo comienzo. Volver a oponerse a esa mezcla de plata y metralla, símbolo de un capitalismo salvaje, desaforado, que se carcome al territorio.
Eso es lo que la selva no perdona: la codicia.
* Texto basado en el Informe final de la Comisión de la Verdad y parte de su archivo audiovisual.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024