A todas las memorias perdidas de las mujeres indígenas —como mi tatarabuela, mi bisabuela Boracoño y demás integrantes del clan y del pueblo Uitoto— cuyo recuerdo se ha perdido solo por su género femenino. Hoy reconozco, por medio de este trabajo, que las mujeres somos agentes de sabiduría y gestoras de las memorias de nuestro pueblo.
«Nuestra hija quiere conocer sobre nuestra historia, es necesario. Ella quiere conocer esa historia, que es bueno. Es bueno trasmitirle. Por su formación de antropología. Para que entienda nuestra palabra. Para compartir con otras sociedades. Que entiendan cómo nació esta cultura. Pues aún estamos los mayores para contar la palabra del orden. La nueva generación necesita saber nuestra historia»
mambeadero de permiso, Ɨneyɨ
El primer contacto de mi bisabuela Boracoño con los caucheros ocurrió en el campamento Valdivia. Esa estación de acopio de caucho se ubiaba en cercanías del territorio ancestral del clan Fɨeraiaɨ, en la margen izquierda del río Kotue. En este campamento, el sistema de esclavitud cauchero se caracterizaba por ser inhumano e inmoral con los hombres y las mujeres indígenas. Los abuelos Kuyo Buinaima e Ɨneyɨ mencionan que existían diversas formas de sometimiento de «la mano de obra» para controlar, adiestrar y suprimir el cuerpo y las emociones de los hombres y las mujeres del territorio. Los trabajos, las formas de sometimiento y las acciones violentas vigentes en el campamento fueron: la limpieza de carreteras, puertos y trochas —que incluían el deshierbe masivo en carreteras de más de treinta kilómetros, y la limpieza y el mantenimiento de los puertos—; la siembra de monocultivos —que impusieron a los uitotos una dieta distinta de la acostumbrada y que afectaron la fertilidad de la tierra— y la recolección de caucho —trabajo en el que la mujer uitoto fue obligada a través de chantajes emocionales y violencia física—.
El sistema de extracción del caucho proyectó estrategias de dominación territorial para controlar las fronteras de los clanes, puesto que los caucheros tenían acceso a sitios claves para la población indígena. Los caucheros tenían dos formas principales de dominación territorial: por un lado, la creación de centros de acopio del caucho (donde había malokas o grupos de familias abundantes) y, por otro, la construcción de trochas o carreteras que cerraban y delimitaban los lugares cotidianos de la nación Uitoto.
Para ilustrar un poco el alcance de la creación de estas carreteras en el territorio de la nación Uitoto, el abuelo Kuyo Buinaima me indicó que la trocha en Valdivia «era una carretera limpia y servía para que los caballos de carga pudieran transportarse», y el abuelo Ɨneyɨ añadió que el cuidado de este tipo de carreteras correspondía a las mujeres, quienes «limpiaban y escarbaban los caminos, las carreteras de los blancos, por donde pasaban las mulas y caballos. Esas carreteras eran barridas por las mujeres hasta no dejar hojas en el suelo».
En este contexto de violencia creció mi bisabuela Boracoño, limitándose a obedecer las órdenes de los caucheros. De acuerdo con la abuela Amalia, Boracoño no superaba los 15 años cuando llegaron los caucheros a la parte alta del río Kotue y cuando la vincularon de manera abrupta con el régimen de la Casa Arana, convirtiéndola en una mujer más dentro de un sistema de subyugación colonial, justificado, en palabras de la investigadora del Centro de Paz y Conflicto de la Universidad del Rosario, Ángela Santamaría, como parte de un proceso civilizatorio en que «los cuerpos de las mujeres indígenas fueron utilizados forzadamente para la recolección de caucho, la cocina, la siembra, el lavado y otros tipos de trabajo manual al servicio de los caucheros». Santamaría resalta que, por este tipo de dominación, los cuerpos femeninos «fueron explotados y despojados, sometidos a tortura y tratados como objetos intercambiables».
Mi abuela Amalia me indicó que la bisabuela Boracoño, además de ser expuesta a arduos trabajos físicos y a chantajes emocionales por parte de los caucheros, fue víctima de violencia sexual. Esta historia me la narró con un aire de pudor y confidencialidad. Mientras yo intentaba torcer fibras de cumare que le servirían para ampliar su tejido, pensé en cómo su actitud probablemente provenía de la adaptación de un trauma que ha sido pasado de generación en generación y que en parte se canaliza por medio de la vergüenza. Sobre esto, la investigadora y líder indígena Fany Kuiru indica que:
Cada vez que las mujeres mayores cuentan historias dolorosas del pasado, encogen sus cuerpos, se tocan la cabeza como si fueran ellas las que estuvieran delante de sus verdugos. Así es que las configuraciones de dominación y subordinación se han transmitido desde las generaciones pasadas a las generaciones actuales.
Indagué sobre la dolorosa historia que me narraba la abuela Amalia y entendí que había en ella un elemento adicional que la entristecía profundamente. Me dijo: «Fue un indio, un mullaɨ», refiriéndose a la violación de Boracoño. Los mullaɨ eran muchachos indígenas entrenados para cazar a las personas de su propio pueblo. Ellos entendían el idioma y eran hábiles para rastrear a las personas fugitivas porque conocían la selva. Kuiru habla de una «doble victimización» para describir las violencias sexuales cometidas por hombres indígenas. Para ella, estas acciones «incrementaban la vulnerabilidad y humillación de las mujeres, al involucrarse también los mismos indígenas de sus comunidades o los contratados como mullaɨ para someterlas aún más».
Santamaría resalta que la colonización de los cuerpos femeninos en la cauchería «tenía un impacto colectivo no solo en las mujeres, sino también en el clan y la comunidad». Para comprender esta relación de dominación retomo el relato de la abuela Amalia sobre el miedo que tenía Boracoño de ser reprendida por su pareja Kuegajɨ por haber sido arrebatada de su «pureza». Amalia dice que, en un principio, Boracoño temía que Kuegajɨ la matara o la maltratara por haber sufrido esa degradación, pero «Kuegajɨ no la mató, ni cinco, él andaba así no más con ella», y sigue con un relato más amplio de Boracoño y Kuegajɨ:
Después de la violación, ella [Boracoño] se fue chorreada de sangre a llorar donde él.
—¿Qué pasó? —dijo él.
—Que él [el mullaɨ] me hizo así —respondió ella.
—¿Quién? —preguntó Kuegajɨ.
—Tal persona. —De acuerdo con el permiso de palabra con los abuelos, para evitar conflictos con los descendientes del agresor, se reserva el nombre del violador.
—No llore. Vaya cuide, vaya acuéstese porque ellos lo matan a uno. Vaya acuéstese, usted diga que está enferma —le recomendó Kuegajɨ.
Boracoño, herida, se fue a acostar. En esas, esos peruanos le fueron a fuetear para que fuera a trabajar. Y así ella se fue a trabajar.
Esta agresión que sufrió Boracoño se enmarca en un patrón de acciones de dominación de los cuerpos de las mujeres indígenas que promovió el régimen cauchero para controlar la mano de obra femenina. El control del cuerpo —prohibir que sanaran las heridas físicas provenientes de agresiones de los caucheros— y de las emociones —prohibir que lloraran libremente su dolor— estuvieron entre las acciones más violentas que ejercieron los caucheros en contra de las mujeres durante el régimen a principios del siglo XX.
Kuiru define el acceso carnal violento (en idioma uitoto, kuadaɨka) como una acción de «romper» o «destruir» y resalta que «cuando se accede al cuerpo de la mujer de forma violenta no solo se trata de daño físico, sino espiritual; es la destrucción integral de su ser como mujer, de su feminidad y su humanidad». Boracoño, además de enfrentar el hecho de que la violencia sexual de las caucherías le hubiera roto su cuerpo y su espíritu, también tuvo que disimular su dolor, para evitar ser castigada y revictimizada.
La psicóloga uitoto nɨpode, Camila Preciado, habla de las consecuencias de reprimir las emociones en el pueblo Uitoto. Para ella, estos sentires se ven «reflejados en cómo las mujeres se están relacionando con su entorno», ya que las relaciones «entre el territorio y el individuo» generan «un equilibrio de energías». De ese equilibrio emocional entre territorio e individuo, o territorio y cuerpo, deviene el buen vivir para el pueblo Uitoto, por lo que en efecto el cuerpo-territorio debe estar en armonía plena. Según la autora, «el estar mal emocionalmente puede generar problemas de salud, desequilibrios con el entorno y problemas en el territorio, ya que el territorio es nuestro cuerpo, es nuestro primer espacio, porque desde que nacemos lo primero que nos conecta con la madre tierra es aire, la que nos da la bienvenida y a través de la cual recibimos las energías que nos envía el universo».
La investigación de esta historia es un trabajo comprometido con mis parientes, pero también un espacio de tensiones y debates, debido a que el carácter patrilineal del pueblo Uitoto hizo que muchos participantes del proyecto consideraran que la voz masculina debía primar por encima de la femenina. Poco a poco fui encontrándome con las concepciones internas y externas que han privilegiado un conocimiento patriarcal. Las historias de las esposas de los rafue nama [dueños de una maloka] fueron condenadas al olvido por el simple hecho de ser mujeres. Esta situación no ha sido ajena a la producción académica, ya que algunos investigadores que se han acercado al pueblo Uitoto para «etnografiarlo» han hecho sus investigaciones con los hombres y en espacios masculinos.
Estas tendencias —tanto internas como externas— han provocado una doble vulneración de los sistemas de conocimiento femeninos: han ratificado las relaciones de poder dentro del mismo colectivo, algunas influenciadas por la concepción católica de lo que debe ser una mujer, y han propiciado que las historias de las mujeres no se hayan considerado válidas para construir la episteme uitoto. Aunque la investigación familiar haya sido sobre ambos bisabuelos, Kuegajɨ y Boracoño, quiero primar la historia de mi bisabuela Boracoño. Desde su historia, investigo las relaciones de dominación, resistencia y sanación que afectaron al pueblo Uitoto durante la época del caucho.
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